28 nov 2010

Prohibición gringa


A mediados del siglo XIX, la Guerra del Opio tuvo como consecuencia la prohibición de ese fármaco en China, es decir, que los chinos no podían cultivar opiáceos en su propia tierra y por tanto tenían ahora que comprárselo a compañías occidentales, principalmente británicas. Entre tanto, al otro extremo del mundo, nacía un país cuya Constitución fue escrita sobre papel de cáñamo: Estados Unidos.
En Estados Unidos la guerra contra los psicofármacos corresponden a tres zonas de influencia, que eran fabricantes, boticarios y médicos. Comprar morfina, heroína o cocaína en bruto planteaba dificultades idénticas a obtener hoy éter o alcohol puro por litros o hectólitros, pues esos alcaloides salían de los laboratorios ya empaquetados hacia las farmacias, y para obtenerlos sin la dosificación habitual (en viales, cápsulas, sobres, sellos, etc.) resultaba preciso acudir físicamente al lugar donde se preparan. Algunos fabricantes ofrecían enviarlos por correo, evitando la mediación de detallistas, pero estaban entonces obligados a correr con los inconvenientes de un mal nombre, porque los boticarios respondían al intento de esquivar su intervención recomendando a la clientela que sólo confiara en marcas “respetables”. Por otra parte, la mayoría de los productos nunca vio en las farmacias y droguerías un competidor, pues gracias a ellas llegaban al público en dosis mínimas sustancias que al peso (como acontecía con los herbolarios tradicionales) disfrutarían de un régimen económico totalmente distinto. Por su parte, los herboristas seguían vendiendo muy baratas drogas como el cáñamo, adormidera, solanáceas, datura, peyote e incluso opio casero.
Sin embargo, los médicos se sentían indefensos ante el intrusismo. Su condición económica era muchas veces modesta, debido a que el escaso rigor aparejado a los requisitos de titulación desembocaba en gran número de practicantes; evitarlo dependía de una carrera larga, que excluyese a quienes quisieran o necesitaran ganarse pronto la vida. Tan urgente o más que ello resultaba establecer una influencia sobre las otras dos ramas profesionales del estamento. Como vieron con claridad los fundadores de la Asociación Médica Americana, esto último dependía de poder determinar los medicamentos admisibles, y de decidir a qué personas se administrarán. Algo tan “natural” para un contemporáneo habría sido impensable en el pasado, y todavía entonces seguía siendo una simple esperanza. Para que esa esperanza se convirtiese en realidad era preciso aceptar las premisas de una medicina estatalizada, renunciando a parte de su antigua independencia -algunos temían que a toda su independencia-, e incluso así sería necesario lograr apoyos adicionales, tanto dentro como fuera del gremio terapéutico.

La facultad de resolver sobre los medicamentos admisibles e inadmisibles afectaba a las prerrogativas de los fabricantes de drogas, y promoverá disputas durante más de una década. En cuanto a los farmacéuticos, la coincidencia a nivel de principios hipocráticos era más aparente que real. A principios de siglo pasado, la Asociación Médica Americana apenas agrupaba 30 % de los profesionales, y la Asociación Farmacéutica se oponía de plano a toda colaboración mientras los médicos pudieran registrarse como boticarios y hacer de sus consultas auténticos despachos de fármacos, estableciendo una relación directa con los fabricantes de materias primas. Puesto que renunciar a ello representaba un lucro cesante muy considerable, al que muchos médicos se negaban, los contactos entre una y otra Asociación atravesarán un período de recelos internos. Al nivel de declaraciones programáticas había una perfecta complementariedad, no sólo porque doctores y boticarios luchaban unidos como “científicos” contra el sector informal de terapeutas, sino porque el fundamento de ambas asociaciones para exigir una situación de monopolio era la salud pública; semejante bien exigía personas capaces de controlar la producción de medicinas fiables, no menos que personas capaces de administrar con pericia en cada caso concreto. Sin embargo, veremos que a la hora de fijar un régimen para la dispensación de psicofármacos el acuerdo se rompe aquí y allá.
En 1899 el senador W. H. Blair escribió que “el movimiento prohibicionista debe incluir todas las sustancias venenosas que crean o excitan apetito no natural. La meta es una prohibición planetaria”. Esta nueva Cruzada comenzó prohibiendo el alcohol y se extendería a otras drogas “naturales” usadas por los “degenerados aborígenes” (cáñamo los árabes y latinos, coca los negros y opio los asiáticos).
A partir de 1900, el gremio médico norteamericano comenzó a despertar la alarma de los fundamentalistas ante cierto alcaloides, pero mientras no hubo un verdadero entendimiento entre los líderes de la tendencia institucional (encarnada por los colegios de medicina y farmacia) faltaron las condiciones mínimas para producir cambios legislativos.
Las condiciones del pacto fueron simples: los doctores y boticarios podrían seguir recetando bebidas alcohólicas como parte de sus tratamientos profesionales en caso de establecerse una Ley Seca, y obtendrían un sistema de rigurosa exclusiva para la cocaína, opiáceos y cualquier otra droga merecedora -a su juicio- de control. A cambio de ello, la Asociación Médica y la Asociación Farmacéutica apoyarían los postulados básicos del Prohibition Party, planteando el consumo de psicofármacos como una epidemia súbita y virulenta, extraña a las esencias norteamericanas, y sanable rápidamente con las adecuadas medidas de fuerza. Como piezas de un solo engranaje, el Pleno de la corporación farmacéutica declara que “las drogas pueden destruir el alma”, el Pleno de la corporación médica alude al “diabólico comercio de drogas”, y la conciencia prohibicionista acepta que “el poder de los fármacos resulta divino cuando, sin intromisiones, son dispensados por terapeutas responsables”
Durante la presidencia de W. H. Taft, el diputado D. Foster presentó al Congreso un nuevo proyecto, pensado para prohibir todo tráfico y uso no estrictamente médico de “opiáceos, cocaína, hidrato de cloral y Cannabis, por mínimas que fuesen las cantidades”. Según el borrador, las violaciones se castigarían con “no menos de un año de cárcel y no más de cinco”. El usuario de narcóticos era presentado como una amenaza antiamericana análoga a comunistas y anarquistas, con rasgos de ruindad afines a los delincuentes sexuales y matices de “cáncer racial”.
En 1912 el presidente Taft declaró que la iniciativa Foster era “una necesidad apremiante”. El 31 de mayo de 1910, el señor Weast, fiduciario de intereses farmacéuticos, se quejó en el segundo período de sesiones del 61 Congreso de que el proyecto presentado era demasiado complejo, de ejecución engorrosa y erróneo en algunos aspectos, pues incluía como droga formadora de hábito al cáñamo y sus derivados.
C. B Towns, un inventor de tratamientos para combatir el hábito de opiáceos y dueño de una próspera clínica privada, preconizó el proyecto si incluía el cáñamo “pues no hay droga en la actual farmacopea capaz de producir tan agradables sensaciones (...) y por eso mismo de todas las drogas terrenales ninguna merece tanto estar prohibida”.
La Conferencia de La Haya del 29 de junio de 1914, planteó un convenio con reglamentos que castigaban la posesión ilegal de opio, morfina, cocaína y derivados. Ante las presiones norteamericanas en América Latina y el resto del mundo, lograron que firmasen 48 gobiernos de los 58 reconocidos entonces. Tras la I Guerra Mundial (1914-1918), Europa Occidental comienza a perder la hegemonía mundial que disfrutaba y se ve obligada a seguir las pautas que marca Estados Unidos.

Luego, volvieron la mirada hacia el cáñamo. Ya el reverendo Crafts había destacado a principios de siglo los aspectos marcadamente paganos y hasta idolátricos de esta “droga”, denunciada por misioneros tanto en Asia como en África. A ello se sumaba que el Convenio de Ginebra (1925) la había incluido en la lista de sustancias merecedoras de control internacional.
La emigración mexicana durante los años veinte, tanto legal como ilegal, se había multiplicado en un frente que llegaba desde Louisiana a California, penetrando hasta Colorado y Utah; en Texas al menos, más que emigración era un retorno a tierras en otro tiempo propias. Estados Unidos mantenía por entonces muy altas tasas de crecimiento económico, y los mexicanos -como sucediera antes con los chinos- fueron bien acogidos por algunos patronos y denostados por los sindicatos. Pero allí donde se concentraban no tardaba en aparecer alguna mención a la marihuana. El hecho se mantuvo a nivel de un elemento pintoresco, motivo de escándalo desde luego en parroquias y clubs femeninos, hasta que la llegada de la Gran Depresión convirtió esa mano de obra en un excedente indeseable de bocas, desparramado sobre regiones devastadas por el desempleo.
El desasosiego inicial se detecta en Nueva Orleans, mediante una ecuación que une al “aborigen” criminal y desviado con una droga que estimula sexualmente y borra inhibiciones civilizadas; la amenaza de lo uno es amenaza de lo otro, y viceversa. Dos o tres años más tarde aparecen grupos como las Sociedades Patrióticas Aliadas, los Hombres Claves de América y Coalición Americana, que a su deseo de mantener un país moralmente limpio añaden consideraciones de política económica: “La marihuana, quizás el más insidioso de los narcóticos, es consecuencia directa de la inmigración mexicana. Han cogido a traficantes mexicanos regalando cigarrillos a los niños en la escuela. A nuestra Nación le sobra mano de obra”.
Quien dice esto es C. M. Goethe, líder del grupo Coalición Americana, cuyo lema es “mantenga a América americana”. Poco después, en 1936, aparece un folleto editado por una de las principales sociedades prohibicionistas del país -la Asociación Internacional de Educación sobre Estupefacientes- donde se informa al lector de que “el consumo de marihuana produce una rápida degeneración física y mental, depravación lujuriosa e inclinaciones irrefrenables a la violencia y al asesinato sin motivo”. El folleto no contenía referencias a literatura científica; en realidad, no estaba informado de que el cáñamo se usa en Abya-Yala (América) antes de la llegada de los europeos, ni de las tradiciones védicas, zoroástricas y budistas vinculadas a su consumo. La planta, según otra fuente de la misma época, “es un terrible narcótico, fumado por los criminales y otra gente depravada”.
Ese mismo año se producen varias cartas abiertas a la Oficina Federal de Estupefacientes (FBN) en la prensa en diversos puntos del país, que retrospectivamente han sido interpretadas como iniciativas de la propia FBN. Una de ellas la firma un tal F. K. Baskette, y aparece en el Courier de Alamosa (Colorado): “Desearía poder mostrarles lo que un pequeño cigarrillo de marihuana pudo hacer a uno de nuestros degenerados hispanoparlantes residentes. De ahí que nuestro problema sea tan grande. La mayoría de nuestra población es hispanoparlante, débiles mentales casi siempre, debido a condiciones sociales y raciales. Como representante de líderes cívicos y funcionarios de justicia de San Luis Valley, le pido ayuda”. A estos requerimientos responde Anslinger con declaraciones a la prensa como la siguiente: “Apenas son conjeturables los asesinatos, suicidios, robos, asaltos, extorsiones y fechorías de maníaca demencia provocados cada año por la marihuana, especialmente entre los jóvenes”.
La burguesía blanca comenzó a sentirse amenazada, por lo cual encarga a H. J. Anslinger, creador de la Oficina de Narcóticos, que orqueste una campaña anticannábica. Esta campaña recibirá un gran apoyo financiero y mediático de los empresarios Du Pont, que había creado el nylon, y Randolf Hearst, que impulsó la industria de la prensa a partir de celulosa. Ambos, en aras de fortalecer sus nacientes emporios, se aliaron por el deseo de eliminar la competencia de las fibras naturales.

En 1936, la FBN consideró que era oportuno elevar al Tesoro un proyecto de norma represiva sobre el cáñamo, con vistas a su aprobación por las Cámaras. Naturalmente, no se trataba de instar una enmienda a la Constitución, sino de seguir un camino análogo al de la ley Harrison, que aquí atendía más al elemento fiscal que al registral. Los fabricantes, poseedores y dispensadores debían declararlo así en ciertos impresos y pagar un impuesto. En el caso del cáñamo, los posibles escrúpulos de algunos legisladores quedarían resueltos alegando que la planta y sus derivados se habían incluido ya en un convenio internacional. Concretamente, Anslinger usó como apoyo jurídico una ley reciente (1935) sobre aves migratorias, que aun restringiendo los derechos de los Estados había sido declarada constitucional por ser consecuencia de tratados con México y Canadá.
Aunque no fuese lo mismo restringir derechos civiles que conservar las estaciones de paso para aves migratorias, el punto de vista de Anslinger pareció acertado en una reunión previa de éste con diversas autoridades. Estaban allí representantes del Comité Central Permanente para el Opio (más adelante Comité de Expertos en Drogas que Producen Adicción), así como altos funcionarios del Tesoro y el departamento de Estado.
En 1936 sigue sin haber a nivel científico una comunicación que modifique los datos acumulados sobre el fármaco durante el siglo XIX. Al contrario, el Ayuntamiento de Nueva York está elaborando un estudio sobre la materia -el llamado Informe La Guardia, por el nombre del alcalde de entonces-, cuyas conclusiones coinciden con las del elaborado por el ejército inglés en 1894; circunstancias nunca explicadas hicieron que el documento completo sólo viese luz en 1969, cuando el sociólogo D. Solomon logró encontrarlo cubierto de polvo en unos archivos de la alcaldía.
Pero no se trataba sólo del Informe La Guardia. En 1932 y 1933 el ejército norteamericano había investigado los “efectos sociales” de la marihuana en la zona del canal de Panamá, país famoso por una variedad de la planta (la Pamana red), que fumaban generosamente los soldados y la oficialidad. Los resultados del estudio, dirigido por un comandante médico, el doctor F. J. Siler, fueron que la planta no suponía amenaza para la disciplina militar. A juicio de los investigadores, “no hay ninguna prueba de que la marihuana, tal y como es cultivada aquí, sea una droga que produzca adicción en el sentido en que se aplica el término al alcohol o el opio”. En consecuencia, termina el estudio, “no se consideran aconsejables los intentos de impedir su venta o uso”. Una década más tarde, cuando el cáñamo se encuentra ya ilegalizado, el ejército sigue pensando lo mismo, y el coronel J. M. Phalen, director del Military Surgeon, escribe un editorial llamado “La marihuana como espantapájaros”. Allí puede leerse lo siguiente: “Fumar las hojas y las flores de la Cannabis sativa no es más perjudicial que fumar tabaco (...) Esperamos que el servicio militar no se monte una caza de brujas alrededor de un problema inexistente”.
En Nueva Orleans, la ciudad donde se detectaron las primeras señales de alarma a propósito del cáñamo, un fiscal de distrito realiza un trabajo monumental, revisando fichas sobre unos 17.000 delitos graves y 75.000 leves, a fin de establecer correlaciones entre consumo de marihuana y crimen. Sin embargo, no fue posible fundar esa pretensión, ni demostrar un nexo de causa a efecto entre el uso de la droga y homicidios y delitos sexuales. La misma conclusión se extrajo de un estudio bastante posterior, que repasó 14.954 sentencias de los tribunales de Nueva York. El trabajo fundamental antes de la Segunda Guerra Mundial se debe al doctor Murphy, otro médico militar que cubriendo una literatura farmacológica y psiquiátrica exhaustiva, termina afirmando: “Ninguno de los sujetos estudiados mostró una dependencia física, o tendencia a aumentar la dosis, y la mayor parte de ellos tendían a ser absolutamente moderados en sus peticiones o a reducir la dosis, incluso disponiendo de cantidades ilimitadas”.
En 1944, cuando se publica parte del Informe solicitado por La Guardia sobre la incidencia social de la marihuana en Nueva York, vuelve a no hallarse vínculo entre la droga y la delincuencia o la adicción. Intimado por la prensa a responder lo oportuno, Anslinger comenta: “Es un documento realmente desafortunado, cuya frivolidad y falacia denunció de inmediato la FBN. Ese informe es el arma favorita de quienes hacen proselitismo a favor de los estupefacientes”.

La Marihuana Tax Act es una norma penal maquillada de disposición administrativa, avalada por un absoluto consenso entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El informe proponiendo su adopción fue presentado por el Tesoro y redactado fundamentalmente por Anslinger, La Cámara Baja no convocó al Public Health Service, que entonces estaba muy influido por L. Kolb y se habría opuesto al precepto. Del estamento médico fueron invitados a opinar el doctor W. I., director de la Mental Hygiene Division, y un representante de la Asociación Médica Americana, que fue el doctor W. Woodward. Ante el Comité de Modos y Medios de la Cámara, reunido en trámite de audiencia, Treadway estuvo breve, declarando que ninguna de las preparaciones psicoactivas del cáñamo producía dependencia o tolerancia, y que -si la literatura científica disponible no estaba equivocada en bloque- predominaban los usos moderados, sin riesgo para la salud física o mental. El Comité de Modos y Medios del Congreso escuchó sin interrumpir, y no planteó preguntas.
La intervención de Woodward fue más extensa y directa. Empezó diciendo que los datos sobre la marihuana contenidos en el informe de Anslinger eran incompletos e inseguros, cuando no falsos. Intencionalmente, preguntó por qué no estaba siendo consultado el Health Service, cuya experiencia en Lexington y Fort Worth podría resultar de mayor interés. Pero más aún le extrañaba, según dijo, que no hubiera sido llamado nadie del Children’s Bureau, cuando se hablaba del uso de la droga por niños de las escuelas, y del Bureau of Prisons, cuando la FBN pretendía que fumar marihuana creaba demencia homicida. Si efectivamente habían sido capturados villanos regalando marihuana a la puerta de las escuelas ¿podría la FBN especificar de qué sumarios se trataba, o qué sentencias judiciales habían condenado a personas determinadas por semejante hecho? Y si nadie concreto había sido acusado o declarado culpable de cosa semejante ¿por qué se propagaban infundios? A falta de estudios y datos estadísticos específicos del Bureau of Prisons, sigue alegando Woodward, ¿qué base objetiva habría para alegar que la marihuana producía irrefrenables inclinaciones a la violencia y la lujuria? ¿Acaso pretendía la Oficina Federal de Narcóticos atender más a unas cuantas cartas aparecidas en los periódicos contra los mexicanos que a la literatura científica acumulada durante siglos, y que a tradiciones milenarias de uso pacífico? Para ilegalizar un fármaco, concluyó, no bastan rumores o prejuicios étnicos, sino “pruebas inmediatas y primarias”.
Este alegato le costó la carrera a Woodward, que meses más tarde cayó en una trampa tendida por la FBN y fue acusado de “prácticas ilícitas”. Como Bishop, Prentice y Butler, formaba parte de un sector que la policía de estupefacientes se encargó de confundir con el médico sin escrúpulos.
El Comité del Congreso tampoco tuvo nada que preguntar al representante de la Asociación Médica Americana. El proyecto de ley fue aprobado unánimemente el 1 de octubre de 1937. En lo sucesivo, y hasta 1971, todas las decisiones del Congreso sobre estupefacientes se aprobarían por absoluta unanimidad; considerando que van a ser varias docenas de normas, la circunstancia muestra hasta qué punto cualquier gesto distinto del máximo rigor será para los diputados y senadores un acto de lesa majestad electorista y, por tanto, un suicidio político.
Con más nitidez aún que al aprobar la ley Harrison, la “ley sobre tributación de la marihuana” mostraría que razones morales y de conveniencia política postergaban sin contemplaciones el aspecto sustancial o farmacológico, ligado a la comprensión desapasionada de un fenómeno concreto. El proyecto de Anslinger, sembrado de inconsecuencias jurídicas y apoyado sobre una masa de datos fundamentalmente falsos, fue aprobado en escasos minutos, tan pronto como terminaron las formalidades de audiencia. Usuarios y traficantes de cáñamo quedaban equiparados a usuarios y traficantes de opiáceos y cocaína. Todas esas drogas eran “narcóticos”. Por un curioso giro de la historia, a partir de los años setenta Estados Unidos se convertirá en el mayor consumidor y uno de los cultivadores mundiales de esta droga. Atendiendo a la seriedad con la cual su Congreso debatió la ilegalización, se entiende que el informe La Guardia fuese relegado a un desván de la alcaldía de Nueva York, junto con otras cosas inservibles o desfasadas. Aunque Woodward o Treadway hubiesen podido disponer de él, el criterio de los congresistas no habría cambiado un ápice.

El caso es que el alcalde Fiorello La Guardia, a título personal, se inclinaba incondicionalmente por Anslinger. No satisfecho con la disparidad entre los datos de la FBN y la investigación patrocinada por el Ayuntamiento, sufragó en 1944 una segunda, encargada a la Academia de Medicina de Nueva York. El resultado volvió a contradecir la tesis de Anslinger, pero como la FBN estaba por entonces en mejores relaciones con la Asociación Médica Americana (llevaba casi tres años sin montar trampas a médicos) prefirió no responder directamente. Poco después de un editorial del Journal proponía justamente lo que Anslinger deseaba oír: “Los funcionarios públicos harán bien no tomando en cuenta este estudio acientífico y acrítico, y en seguir considerando la marihuana como una grave amenaza allí donde se suministre”.
Entre los intereses del ejército norteamericano, destacan las drogas que anulan el entendimiento o la voluntad. La Oficina de Servicios Estratégicos, origen de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), había ensayado como “drogas de la verdad” con escopolamina, mescalina y un extracto líquido de cáñamo, dentro de un programa para detectar comunistas en las fuerzas armadas que -al parecer- rindió los frutos apetecidos. El general “Wild Bill” Donovan, su director, formó un consejo del que formaban parte E. Strecker, presidente de la Asociación Médica Americana, el supercomisario H. Anslinger y algunos otros, como el médico nazi H. Strughold, acusado formalmente de participar en atrocidades perpetradas sobre los prisioneros de Dachau. De este consejo provienen las primeras directrices, que sugieren experimentar a fondo con “agentes de guerra no convencional”.
Desde los tiempos de J. F. Kennedy, la Casa Blanca comenzó a recabar informes periódicos de la President’s Commission on Narcotics and Drug Abuse, una comisión constituida fundamentalmente por médicos, farmacólogos, científicos sociales y juristas, si bien desde el primer informe en adelante fue costumbre de la Casa Blanca descartar sus reiteradas invitaciones a un cambio de política. “Liberalismo trasnochado”, dijeron de ellas Nixon y Reagan, quizás inconscientes de que la expresión outdated laissez faire fue en 1909 la consigna del obispo anabaptista C. H. Brent para acabar con la “inmoralidad de las drogas”.
Hacia 1976, cuando comienza su carrera hacia la presidencia J. Carter, Estados Unidos se estaba convirtiendo en uno de los mayores productores mundiales, provisto además con los tipos de marihuana más apreciados (la “california sin semilla” y la “maui”). Eso explica que la propia Casa Blanca de G. Ford, tras la expulsión de Nixon, se mostrase por primera vez en su historia favorable a un cambio de actitud en lo relativo a dicha planta. Naturalmente, eso produjo gran alarma en la central represiva norteamericana, en los organismos internacionales, en las asociaciones prohibicionistas privadas y en el grupo de quienes -a partir de Nixon- preferían el nombre de “mayoría silenciosa” al anterior de “mayoría moral”. Pero las declaraciones de los aspirantes a primeros mandatarios eran cautas y se hacían fundamentalmente a través de sus respectivas esposas. Ni Ford, que trataba de conservar un puesto logrado por una imprevista concatenación de azares, ni Carter -que trataba de ganar para los demócratas- olvidaban la parte considerable que había tenido en la destitución de Nixon su oposición a la contracultura. De ahí que ambos candidatos pretendían captar millones de votos con un programa “distinto”, y por ello la prensa publicaba noticias donde Rosalynn Carter y Betty Ford competían en cauto liberalismo: “La esposa del candidato presidencial demócrata ha dicho que sus tres hijos mayores fuman marihuana. ‘Ellos me lo contaron’, añadió. Las declaraciones de la señora Carter, bastante parejas a otras hechas por la señora Ford, son -según aclaró un ayudante de los Carter- coherentes con su postura previa de que la marihuana debería despenalizarse, aunque no legalizarse”.

De hecho, ya en 1972 una iniciativa de progresistas californianos había obtenido notable éxito al solicitar la despenalización para el uso y tenencia de marihuana, incluyendo el cultivo para su uso propio. Prácticamente sin fondos y luchando contra una oposición “vigorosa y bien financiada”, el grupo LEMAR (Legalize Marihuana) obtuvo las cientos de miles de firmas necesarias en todo el Estado para que la propuesta fuese sometida a plebiscito. La llamada Proposición 19 -Iniciativa de California sobre la Marihuana- no logró triunfar entonces, aunque sí obtuvo un 33 % de los votos emitidos. A partir de esa fecha, y sobre todo desde 1976, la posesión de cáñamo deja de constituir un delito en California, donde los tribunales rechazan detenciones policiales justificadas por ese concepto.
La heredera de la FBN será el Drug Enforcement Administration (DEA). Cuando llega Reagan a la Casa Blanca, el laissez faire se exceptúa para los grandes negocios mientras se agudizan las políticas contra los estupefacientes. El cambio se hace patente en 1980, cuando aparece el octavo informe anual llamado “Marihuana y Salud”. Los siete previos habían sido básicamente favorables, mientras este documento hacía honor a los postulados del obispo Brent o el supercomisario Anslinger. Su conclusión fue que el cáñamo producía tolerancia e incluso adicción física, según probaban experimentos científicos incontrovertibles. A su vez, los experimentos incontrovertibles consistían en dosis gigantescas de THC (tetrahidrocannabinol) aplicadas en salas de hospitales a pacientes convencidos de recibir otra cosa. Sobre esas experiencias, Fort, uno de los principales farmacólogos norteamericanos, dijo que “la forma en que fue realizada la investigación -con dosis hasta cien veces superiores a las autorizadas por el usuario normal- convierte sus conclusiones en algo totalmente irrelevante. También plantea serias preguntas éticas la experimentación con seres humanos, y el derroche de rentas federales que han financiado la así llamada investigación”.
Efectivamente, tanto la central represiva norteamericana (DEA) como algunos organismos de la ONU llevaban años patrocinando proyectos de “investigación” sobre el cáñamo, cuyo rasgo común era orientarse a “demostrar sus efectos indiscutiblemente nocivos”. En consecuencia, si alguna de estas pesquisas descubría por casualidad algún efecto positivo (como la utilización del cáñamo para ciertas afecciones de la vista, por ejemplo), quedaba automáticamente archivada. Con criterios tan imparciales se gastaron millones de dólares para demostrar que la marihuana arrastraba al crimen sin motivo, a la conducción temeraria de vehículos, al consumo de heroína, al cáncer pulmonar, a la desunión marital, al gusto por la pornografía y hasta al satanismo religioso.
Sin embargo, los experimentos con THC merecen una breve mención. Para medir su irregularidad jurídica y científica, conviene recordar que esta sustancia fue incluida desde 1967 en la Lista I de drogas superpeligrosas (junto con el LSD y otros psicodélicos “mayores”). Quedó rigurosamente prohibido fabricarla, y se dispuso que todas las existencias serían entregadas inmediatamente al National Institute of Mental Health (NIMH). Como consecuencia inmediato de ello, en 1967 quedaron interrumpidos o fueron desautorizados más de doscientos proyectos científicos y específicamente médicos con THC y drogas afines. Desde entonces ni un solo investigador obtuvo autorización, sustancias o fondos para usar tetrahidrocannabinol con seres humanos. No obstante, el NIMH cambió de criterio al recibir la memoria de un proyecto destinado a probar que el cáñamo creaba tolerancia y era adictivo; para esa iniciativa no sólo se otorgaron generosas donaciones económicas sino existencias más generosas aún, pues usaría una cantidad -3.600 gramos- superior a todo lo producido hasta entonces en el planeta. Es curioso observar que el informe estadístico de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes indica “un brusco incremento en la producción de THC en Estados Unidos desde 1980 debido a objetivos de investigación médica”. Administrar a sujetos inconscientes de ello dosis enormes de una droga que los investigadores consideraban desastrosa para el ser humano era acorde con la medicina y la ética científica; en cambio, investigar sin preconceptos la eficacia de esa droga para cualesquiera otras funciones, en dosis moderadas y con voluntarios, o experimentando el científico consigo mismo, era médicamente inadmisible. De nuevo, la autoridad farmacológica nacional e internacional daba claras muestras de ecuanimidad científica.

En 1982 el Tribunal Supremo federal condenó a un hombre en Virginia a 40 años de prisión por poseer 225 gramos de marihuana, justamente por las mismas fechas en que Estados Unidos cultivaba cáñamo a nivel industrial en 11 de sus provincias. Los cálculos más conservadores cifraban la producción anual en dos millones de kilos, mientras otros hablaban del triple. La tabaquera Virginia, Old Dominion, patria de Washington, Jefferson, Medison y Monroe, cuna del espíritu liberal moderno, adoptaba así la vanguardia de lo opuesto. Jefferson había considerado ridículo que el gobierno soñara con recetar a los ciudadanos sus medicinas. Medison y Monroe, fieles continuadores, contribuyeron decisivamente a redactar la Constitución sobre cáñamo. Como prueba del Diario, Washington cultivaba en sus tierras, con dos siglos de anticipación sobre California, la marihuana “sin semilla”. Tuvieron suerte viviendo en otro tiempo, porque el tribunal virginiano responsable de esa sentencia les habría atribuido tanta o más culpa. Washington sería acusado de productor de estupefacientes y los demás por actividades antiamericanas, incluyendo en el caso de Jefferson una expresa apología de lo aborrecible por excelencia: la automedicación.
T. Jefferson, el teórico y político más influyente de su época tanto en América como en Europa, resume lo esencial del asunto ya en 1782, cuando redacta las Notas sobre Virginia: “No parece suficientemente erradicada la pretensión de que las operaciones de la mente, así como los actos del cuerpo, están sujetos a la coacción de las leyes. Nuestros gobernantes no tienen autoridad sobre esos derechos naturales, salvo que se los hayamos cedido. Pero los derechos de conciencia nunca se los cedimos, nunca podríamos, pues cada cual responde de ellos ante su Dios. Los poderes legítimos del gobierno sólo se extienden a los actos que lesionan a otros (...). La razón y el libre examen son los únicos agentes eficaces contra el error, sus enemigos naturales, y sólo el error necesita apoyo del gobierno. La verdad se vale por sí misma (...). Sometamos las opiniones a coerción: ¿quiénes serán nuestros inquisidores? Hombres falibles, hombres gobernados por malas pasiones, por razones públicas así como privadas Y ¿por qué someterlas a coerción? Para producir uniformidad. Pero ¿es deseable la uniformidad de opinión? No más que la de rostro y estatura. Millones de hombres, mujeres y niños inocentes han sido quemados, torturados, multados y encarcelados desde que se introdujo el cristianismo. Con todo, no nos hemos acercado una sola pulgada a la uniformidad. ¿Cuál ha sido el efecto de la violencia? Hacer de la mitad del mundo estúpidos y de la otra mitad hipócritas, apoyar la bellaquería y el error sobre toda la tierra.”
Jefferson sostuvo que “si el libre examen fuese recortado ahora, se protegerían las corrupciones presentes, estimulándose otras nuevas. Si el gobierno hubiese de recetarnos nuestras medicinas y nuestra dieta, nuestros cuerpos se hallarían en un estado tan calamitoso como nuestras almas, tras tantos siglos de censura.”
Y mientras las legislaciones prohíben plantas medicinales como el cáñamo, el Pentágono experimenta con drogas coactivas como el BZ (Benzilato de quinuclidinil), un obsequio de La Roche al Army Chemical Corps norteamericano. Se trata de un superalucinógeno que empezó administrándose (sin pedir su consentimiento) a unos dos mil ochocientos soldados propios, y luego se lanzó en forma de fumigación sobre un número indeterminable de vietnamitas como arma de “contrainsugencia”. Dos memorandos secretos de la CIA, desclasificados recientemente, revelan planes específicos para usar BZ con norteamericanos “en caso de grave desobediencia civil”.
Todo ello prescindiendo de que la moneda estadounidense está impresa en un papel que contiene fibra de cáñamo (marihuana), que los originales de la Constitución y la Declaración de Independencia, así como la bandera de Betsy Ross, fueron elaborados con fibra de esta planta.
Quien esconde el remedio, promociona el veneno.

12 ago 2010

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